San Juan de Dios a principios del siglo XX
A principios del siglo XX, San Juan de Dios era un barrio que respiraba vida propia, con un ritmo marcado por el agua que corría libre por el Rio San Juan de Dios, que dividía la zona y servía como arteria de la vida diaria. Vecinos y comerciantes utilizaban sus aguas para lavar, regar y hasta para refrescarse en los días de calor, mientras los niños chapoteaban y se escondidan entre portales y callejones empedrados.
Aquella agua era un lujo y un juego, un respiro en medio del trajín urbano, pero también un límite: el Rio San Juan de Dios parecía marcar quién pertenecía a cada lado de la ciudad, y no muy distinto a lo que hoy hace la Calzada, separando ricos y pobres.
No muy distino de aquel abismo infranqueable que separa al rico Epulón del pobre Lázaro.

Para entonces ya existía el Mercado San Juan de Dios, en su edificio de ladrillos rojos y cuya construcción se remonta a 1888, aunque la zona ya era un mercado tradicional desde antes; este fue demolido en 1925 para dar paso al “Colorado”, nombre con el que era conocido por aquellos entonces, para finalmente dar paso en 1958 el edificio que conocemos hoy.
La Iglesia de San Juan de Dios, templo de estilo neoclásico y que se comenzó a construir sobre un antiguo hospital en 1726 por los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, quienes llegaron a Guadalajara en 1606 y tomaron el control de dicho hospital y del cual tomó su nombre el para entonces nuevo templo, destaca por su sobria fachada barroca, cúpula sin tambor y planta de cruz latina, y por su ubicación junto al Mercado Libertad y la Plaza de los Mariachis.
Algunos años más tarde, el claustro del recinto fue demolido, dejando así la triste imagen mutilada de lo que vemos hoy y enterrando así su propia historia en aras de un progreso que nunca termina de llegar.

Con el tiempo, la ciudad también decidió que el Riopero ya no era necesario. Lo taparon, borrando de golpe la vida a otro protagonista que había dado identidad al barrio. El cercano lago también desapareció, y con él, parte de la memoria de generaciones enteras que habían crecido jugando alrededor de sus orillas.
Sin embargo, la división social persistió: como si el agua nunca hubiera corrido para todos. Todo lo que era hermoso quedo en la memoria, pero su papel como frontera de una misma ciudad permaneció intacto.
Hoy, mirar San Juan de Dios es recordar que las ciudades son espejos de quienes las habitan, y Guadalajara no es la excepción, más bien un ejemplo de bandera. Mientras unos cortan árboles desde su raíz con tal de no tener que barrer, otros, lo menos… se aferran a sus propias raíces en una introspección que lucha por sobrevivir y que es la que aún da algo de vida a la ciudad.

Sus calles, iglesias y antiguos canales nos hablan de lo que fuimos y de lo que seguimos siendo. La memoria urbana no se pierde del todo; aún se percibe en los rincones donde el pasado y el presente chocan, en los recuerdos de agua azul y faroles encendidos, y en la conciencia de que, pese a los años, algunas cosas no cambian: los límites, los contrastes y la vida del barrio continúan su curso, como si el tiempo solo hubiera cambiado la apariencia, pero no la esencia.

En las casas, las familias se conocían de memoria. Don Julián, el carpintero, construía pequeñas embarcaciones para los niños que soñaban con navegar en el lago azul; Doña Mercedes, con su voz temblorosa, contaba que en el Rio San Juan de Dios había aparecido un fantasma que protegía a los gatos del barrio, y que algunas noches los vecinos escuchaban un murmullo extraño, como un canto de agua que nadie sabía de dónde venía, pero muy cerca del Riopero.
Todo eso entre tamales y enchiladas que anunciaban que se acercaba la hora de dormir.
